Mises Daily

Una cultura del miedo

Tras el colapso de la Unión Soviética, el portavoz de exteriores soviético Gennadi Gerasimov advirtió a Estados Unidos: «Les hemos hecho lo más terrible que podíamos hacer. Les hemos privado de un enemigo».

Durante casi medio siglo, la esquiva amenaza que suponía la Unión Soviética constituyó la base de la política exterior e interior americana. Gran parte del desarrollo político y económico de Estados Unidos fue, de hecho, producto de la explotación por parte del gobierno de una supuesta amenaza soviética. Gerasimov reconoció que la caída de la Rusia comunista negó al gobierno americano la capacidad de explotar el miedo al marxismo en su propio beneficio. Era como si el gobierno americano hubiera perdido su razón de ser.

Estados Unidos tiene una larga historia de explotación del miedo con el fin de legitimar su crecimiento. Las actuales generaciones de ciudadanos americanos son testigos directos de más de ocho décadas de dicha explotación. En la Gran Depresión, el gobierno utilizó el miedo al capitalismo para legitimar un crecimiento imprevisto del tamaño de la burocracia federal. A medida que avanzaba la Depresión, la incapacidad del Estado para gastar hasta alcanzar la prosperidad provocó el escepticismo del público. Así, el gobierno cambió rápidamente su enfoque hacia la amenaza que representaban Japón, Alemania y sus aliados. Quizá lo más relevante para los americanos de hoy sea el miedo al comunismo perpetuado a través de la Guerra Fría. Nada menos que dos guerras fueron justificadas por este anticomunismo, al igual que la represión política y la expansión radical de la burocracia y el complejo militar-industrial.

Como sugirió Gerasimov, la caída de la Unión Soviética dejó al gobierno de EEUU sin una justificación para su existencia. El Estado ya no disfrutaba de una amenaza prepotente con la que distraer a las masas mientras crecía en tamaño.

Por desgracia, esta situación no duró mucho. De hecho, la pasada década fue testigo del desarrollo de un abrumador miedo americano al terrorismo. Los americanos han permitido con apatía la represión de sus libertades en nombre de alguna causa mayor (una causa, irónicamente, justificada como una misión para preservar las libertades americanas).

Mientras que el apoyo al imperialismo americano, también llamado «contraterrorismo», ha disminuido recientemente, el gobierno está reforzando su legitimidad interviniendo de nuevo en nombre del hombre común contra el sistema capitalista. De este modo, la burocracia de Estados Unidos sigue creciendo prácticamente sin obstáculos, y la libertad individual ha disminuido necesariamente.

La autoridad de nuestro gobierno se basa en la noción de que sólo el Estado puede proteger al pueblo americano de los vicios de la codicia y de las ideologías opuestas. El Estado se nutre de la creación de una falsa dicotomía entre la ruina sin Estado y la prosperidad inducida por el Estado. Sin embargo, la relación real es bastante clara: el propio Estado es en realidad la mayor amenaza para el pueblo.

La Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial

La Gran Depresión fue testigo de uno de los primeros aumentos a gran escala del poder federal en la historia americana del siglo XX. El Estado, buscando un chivo expiatorio para el desastre, se apresuró a demonizar el capitalismo y el irracionalismo codicioso como los culpables de la dramática depreciación del nivel de vida general. La solución fue la intervención benigna del gobierno, garantizando al trabajador un salario digno y prometiendo el progreso y el crecimiento a través de la gestión central. El miedo al colapso económico, a la pobreza y a la miseria llevó al pueblo americano a ignorar, o incluso a permitir y aceptar, el crecimiento de la burocracia.

Desinteresado en tener alguna oposición, el Estado compró a los políticos que diferían o purgó a los que se interponían en el camino del sistema, la mayoría mediante el uso del recién creado Servicio de Impuestos Internos. Mientras señalaba los males causados por los empresarios libres y sin trabas, Hoover se convirtió en el mayor gastador en tiempos de paz de la historia del país; Roosevelt avergonzó más tarde a Hoover con un gasto fiscal aún mayor. A pesar de los grandes programas de gasto y del crecimiento burocrático desenfrenado, ninguno de los dos presidentes consiguió acabar con la depresión.

Al no poder estimular a Estados Unidos para salir de la depresión, el gobierno americano necesitaba desesperadamente un nuevo enemigo con el que distraer la atención del país. El ascenso de Adolf Hitler en Europa y la creciente amenaza del imperialismo japonés en el Pacífico proporcionaron a Roosevelt el objetivo perfecto. La intervención en Europa se justificaba no sólo por ayudar a los británicos u oponerse al fascismo alemán. Por el contrario, el gobierno construyó una cultura del miedo.

Por todas las ciudades de América se distribuyeron carteles propagandísticos que mostraban botas alemanas aplastando iglesias de pueblos americanos, o fuerzas de invasión germánicas convergiendo en la ciudad de Nueva York. Otro de esos carteles mostraba a los alemanes y a los japoneses asomando ominosamente sobre Estados Unidos, uno con una pistola y el otro con una daga ensangrentada, con la leyenda: «¡Nuestros hogares están en peligro ahora!». La administración Roosevelt dejó claro que las intenciones de las potencias del Eje eran amenazar las libertades de los americanos propiamente dichos.

La creación de una amenaza era necesaria si Roosevelt quería persuadir a las palomas no intervencionistas, muchas de las cuales todavía salpicaban la burocracia. De hecho, tras la Primera Guerra Mundial, sólo una amenaza directa podía justificar la participación americana en una nueva guerra europea. Para ello, la administración de Roosevelt se las arregló no sólo para llevar a cabo una campaña de propaganda considerablemente grande, sino también para engatusar a los japoneses con una clara provocación.

La campaña de la administración Roosevelt de escalada hacia la guerra culminó con el ataque japonés a Pearl Harbor y a una serie de otros activos territoriales americanos en el Océano Pacífico. Un ataque directo a Estados Unidos proporcionó toda la justificación necesaria para intervenir tanto en el Pacífico como en Europa. El resultado fue una guerra en dos teatros, que costó a Estados Unidos casi 300.000 vidas (y muchos más heridos), y que dejó a Europa y a Japón casi completamente destrozados. Mientras tanto, el Estado americano seguía creciendo en tamaño, poder y capacidad.

Anticomunismo y la Guerra Fría

Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética sustituyó a las Potencias del Eje derrotadas como la mayor amenaza para la libertad de Estados Unidos. La Rusia soviética era nada menos que el corazón y el origen del comunismo mundial. Infectó gran parte de Asia Oriental, incluyendo Corea del Norte, China y Vietnam. El Ejército Rojo suponía una amenaza directa para la Europa Occidental libre y capitalista y, de hecho, para el mundo libre en general. La percepción de la amenaza soviética proporcionó la racionalización de la Guerra Fría, que tuvo lugar entre 1946 y 1991. En el período comprendido entre 1946 y 1991, los americanos vieron posiblemente la mayor expansión de la burocracia en el gobierno de Estados Unidos—lo que resulta irónico para un país que supuestamente se centraba en la lucha contra el comunismo.

El miedo al comunismo validó la participación americana en dos grandes guerras: Corea y Vietnam. Justificadas o no, ambas guerras tuvieron grandes implicaciones para el crecimiento del Estado.

La primera de estas dos grandes guerras se libró en Corea, entre 1950 y 1953. La guerra de Corea supuso el fin del movimiento anti-intervencionista en el gobierno de EEUU. La desmovilización posterior a la Guerra Mundial resultó excesiva para un país que pretendía desafiar al marxismo mundial. La invasión norcoreana del sur de Corea a mediados de 1950 pilló a Estados Unidos, en medio de dicha desmovilización, muy poco preparado para una nueva guerra. El gobierno de EEUU estaba decidido a que no le volvieran a pillar desprevenido, y los años siguientes al final de la Guerra de Corea fueron testigos del desarrollo del complejo militar-industrial americano y de la fundación de un ejército de guerra permanente.

La Guerra de Corea confirmó una nueva era de militarismo, en la que Estados Unidos estaba preparado y dispuesto a intervenir en nombre del anticomunismo (o, al menos, tras el velo del anticomunismo). Formando poderosos bloques de alianzas en todo el mundo, tanto Estados Unidos como la Unión Soviética se prepararon para su inevitable enfrentamiento—la «Tercera Guerra Mundial».

El miedo a la guerra inevitable, y la consiguiente explotación de ese miedo por parte del Estado, llevó a la creación de un complejo militar-industrial que pronto se extendió. Un ejército cada vez más numeroso requería armamento, lo que fomentó la ampliación de una industria permanente de material bélico. Dada la naturaleza público-privada de este mercado en particular, no es de extrañar que pronto se convirtiera en un sistema en el que las empresas presionaban directamente al gobierno para obtener contratos, y en el que la empresa con más amigos en el gobierno solía ganar. El establecimiento de una red de favoritismo condujo directamente a una situación en la que los políticos justificaban fácilmente diferentes programas militares sólo para necesitar la producción continua de suministros de guerra. A medida que el complejo militar-industrial crecía en tamaño, se volvió tan importante que los políticos sólo necesitaban señalar la gran cantidad de trabajadores que empleaba para justificar su existencia. De hecho, esta es la forma en la que el complejo militar-industrial existe hasta el día de hoy. Es una reliquia de la Guerra Fría.

El gobierno explotó constantemente el miedo al comunismo para satisfacer las necesidades de los burócratas individuales. El caso más conocido es el del macartismo. El senador Joseph McCarthy utilizó ingeniosamente el miedo al comunismo para desacreditar a sus oponentes políticos y protegerse de las críticas. Como método de censura, puso en la lista negra a cientos de individuos, la mayoría relacionados con la industria del entretenimiento. Aunque la purga del senador McCarthy representó un caso extremo, que terminó a finales de la década de los cincuenta, el ferviente anticomunismo patrocinado por el Estado no retrocedió.

Las raíces de la segunda gran guerra anticomunista de Estados Unidos, la guerra de Vietnam, se plantaron firmemente a mediados de la década de los cincuenta, con la disolución de la Indochina francesa en dos Vietnams independientes. Mientras el Norte caía bajo el dominio comunista, el Sur se consolidaba bajo el brutal liderazgo de Ngo Dinh Diem. El Sur, firmemente anticomunista, se vio rápidamente respaldado por el apoyo fiscal y militar de la administración Eisenhower.

El brutal método de gobierno del régimen de Diem, que incluía la esclavización y la ejecución, provocó el inicio de la insurgencia del Viet Minh. Estados Unidos respondió declarando un apoyo inquebrantable al Sur (para que Estados Unidos no perdiera aún más prestigio, dada la debacle de Bahía de Cochinos y la construcción del Muro de Berlín en Alemania). En 1963, había 16.000 americanos desplegados en Vietnam. Esta cifra aumentó a un par de cientos de miles en los dos años siguientes.

Aunque la guerra de Vietnam resultó ser un desastre absoluto, su legado más duradero no fue la revolución cultural antiestatal que provocó en Estados Unidos. Más bien, a pesar de la creciente oposición a la guerra, consiguió consolidar finalmente la capacidad de la burocracia para hacer la guerra sin una declaración del Congreso (a pesar de la Resolución de Poderes de Guerra, que supuestamente pretendía revertir los poderes extremos concedidos a la presidencia por la Resolución del Golfo de Tonkin). Esto hizo que los futuros esfuerzos bélicos fueran mucho más fáciles de organizar, lo que condujo a una serie de operaciones militares durante la década de 1980, incluyendo Granada y Panamá.

En retrospectiva, especialmente para quienes no recuerdan la época, resulta bastante difícil entender la cultura del miedo impuesta por el Estado. Mediante la explotación del miedo del público al comunismo, Estados Unidos legitimó el complejo militar-industrial, instigó breves purgas anticomunistas, lanzó dos grandes guerras (y muchas más pequeñas) y apoyó varias dictaduras brutales en todo el mundo. Al final, la Unión Soviética cayó sin que se disparara un solo tiro de ira entre ella y Estados Unidos. No se materializó ninguna guerra mundial. El comunismo no cayó por la espada, sino por sus propias incoherencias internas.

Irónicamente, los perdedores de la Guerra Fría fueron los ciudadanos del «mundo libre», que al hacer la vista gorda ante el crecimiento desenfrenado del gobierno fueron esclavizados por sus propios «protectores». El portavoz de exteriores soviético Gerasimov advirtió al gobierno americano del gran daño que los soviéticos habían infligido al colapsar. La esclavitud patrocinada por el gobierno perdió de repente su principal justificación.

Terror

Tras la caída de la Unión Soviética, pronto surgió la nueva pieza central del alarmismo gubernamental. Una serie de atentados menores en los 1990 y, finalmente, el espantoso ataque al World Trade Center y al Pentágono el 11 de septiembre de 2001, confirmaron el reemplazo de la Unión Soviética—el terrorismo global.

La nación se vio arrastrada por el frenesí del terror. Al igual que el comunismo antes, la esquiva amenaza del terrorismo justificó dos guerras y numerosas infracciones de los derechos individuales de los ciudadanos americanos. La administración Bush lanzó dos invasiones militares con dos años de diferencia —Afganistán e Irak. Ambas guerras se libraron supuestamente para proteger a los americanos de la sospechosa amenaza del terrorismo global.

Se argumentó, y se sigue argumentando hasta hoy, que el terrorismo suponía una amenaza para las libertades individuales de los americanos. Sin embargo, la mayor amenaza para la libertad de los americanos resultó ser, no los terroristas, sino el propio gobierno que supuestamente protege a los americanos. De hecho, en los años que siguieron a los atentados del 11 de septiembre, el gobierno de Bush consiguió perpetrar algunas de las infracciones más graves de los derechos individuales desde el gobierno de Roosevelt. Mientras tanto, Al-Qaeda todavía no ha amenazado seriamente a Estados Unidos.

Además, las invasiones de Irak y Afganistán dejaron a Al-Qaeda prácticamente intacta. Mientras que Afganistán supuestamente albergaba a la figura de Al-Qaeda, Osama bin Laden, Al-Qaeda ya estaba ampliamente dispersa por otros países. Y, por supuesto, Irak no tenía ninguna relación significativa con Al-Qaeda.

Nuevas herramientas de represión

No es de extrañar que las dos guerras en Oriente Medio hayan hecho mella en la confianza de la población en el Estado. El apoyo a la continuación del intervencionismo en el extranjero sigue disminuyendo, a medida que se hace evidente que ninguna de las guerras tiene mucho que ver con el terrorismo global o la protección de las libertades americanas. Sin embargo, el Estado ha vuelto a cambiar de política para hacer frente al cambio de la opinión pública.

El miedo al terrorismo ha sido sustituido en gran medida por la supuesta amenaza del capitalismo y los espíritus animales. La amenaza vuelve a ser la codicia y, como siempre, sólo hay una solución—abrazar al Estado. Naturalmente, las masas han vuelto a caer en esta apelación al miedo. Sin la intervención del gobierno, alega el régimen, el país caerá en una espiral de pobreza y desgracia. El pueblo, que por lo demás es libre, se encontrará como esclavo oprimido del libre mercado.

El gobierno se nutre de la creación de estas falsas dicotomías: guerra o invasión, anticomunismo militante o revolución comunista global, guerra o terrorismo, intervencionismo económico o miseria económica. Ofrece a las masas dos opciones: utopía o infierno. La primera, afirma, sólo puede ser proporcionada por el Estado, mientras que la otra es el producto de una sociedad desprotegida y anárquica. Estos temores ilógicos han tendido a ganar a la razón, y el gobierno sigue creciendo sin control.

Un siglo de guerras, corrupción, intervencionismo e inflación no han logrado disuadir a la población de aceptar apáticamente el crecimiento del gobierno. Este fenómeno quizá pueda explicarse observando el rechazo colectivo de la razón y la lógica, difundido a través del sistema por las filas de intelectuales y académicos que aceptan de buen grado esta transición al irracionalismo. Por la razón que sea, la expansión burocrática ha quedado prácticamente sin oposición.

Afortunadamente, el reciente desmantelamiento, por medio de Internet, del monopolio estatal sobre la educación ha permitido la formación de focos de resistencia. Estos representan el desarrollo de una contrarrevolución liberal a la cultura de la estatolatría, ahora dominante—un retorno de la razón. Sin embargo, antes de que este movimiento pueda establecerse, la cultura del miedo creada por el gobierno debe ser disipada. El hombre no debe permitirse ser presa de la explotación de sus emociones por parte del Estado. El hombre debe, una vez más, reconocer la falibilidad del Estado y la disponibilidad de otras opciones.

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